El cielo tiene la huella marcada del
mal tiempo de días pasados. Amenaza lluvia, pero sólo amenaza.
Camino de
la parroquia paro en el bar "Los Faroles" como tantas veces lo hice
aquellos amaneceres, que de vuelta de una larga noche, reponíamos fuerzas a
base de un café caliente y una buena tostá con manteca colorá, antes de llegar
a casa y llevarnos el correspondiente rapapolvo de nuestra madre que enfurecida
pero aliviada veía como entraba por las puertas de mi casa sano y salvo.
Eran
tiempos donde los hijos no llevábamos móviles encima y los padres no tenían
noticias de nosotros durante aquellas largas madrugadas. No existía
comunicación salvo alguna llamada telefónica que hicieras desde una cabina para
avisar de que esa noche llegarías con las claritas del día.
Pero claro,
a veces las cien pesetas que te quedaban preferías gastarlas en otra cosa y no
en llamar a tu madre para que se quedase tranquila, además, cómo tragaban
monedas aquellas malditas cabinas antiguas de teléfono, ¿verdad?
Y como han
cambiado los tiempos.
Pues en la
barra de “Los Faroles” esperaba mi sobrino Paquito a que apareciera y lo
acompañase en el desayuno, apenas unas horas antes lo había dejado muy a gusto
y en buena compañía tomando una copa en el mejor ambiente posible, pero claro,
él es más joven.
Luego por
allí se dejo caer mi hermano Govea, copa de aguardiente, sonrisa y carcajada
eterna como siempre, cuatro con ochenta euros en el mostrador pagan la convidá
y suenan como aviso de que tenemos que poner pies en polvorosa hasta la
Parroquia de San José Obrero de mi pueblo, de San Juan.
Allí, en la
iglesia, estaban muchos de mis amigos y hermanos organizando la peregrinación.
Todas las
generaciones de la hermandad estaban presentes. Abuelos, padres e hijos son
partícipes de este gesto de caridad para con las hermanas, nuestras hermanas y
madres de Santa Ángela de la Cruz.
Dentro de
la parroquia, Ellos y sobre todo Ella, mi otra Madre.
Pegado a mi
pecho llevo tu pañuelo, el que tan fuerte apreté y sentí, al que de manera tan
fiel le pedí lo que tu concediste y que aún deja su aroma embriagando el aire
de mi casa, la atmósfera de aquella habitación 611 y por supuesto la memoria
olfativa de este humilde hijo tuyo.
Gracias
Madre mía por tu ayuda.
Una oración
ante Ella y damos comienzo a nuestra peregrinación desde el barrio alto de San
Juan de Aznalfarache hasta el mismo centro de Sevilla.
Nuestro
barrio, nuestros vecinos aún duermen y un grupo de hermanos cargados de fe,
amistad y lo más importante, bastantes kilos de alimento ponen rumbo
atravesando la arteria principal de nuestro pueblo hacia la capital. Son casi
ocho kilómetros en los que no dejamos de hablar de nuestras cosas, de nuestros
pasos, de la igualá del día anterior y damos ese toque especial que sólo unos
privilegiados parece que tenemos, que es buscar lo positivo a todo acompañado
de unas risas y mucha guasa como decimos por aquí.
Cada cual
peregrina a su manera y con sus motivos pero la mayoría no abandonamos la
sonrisa, el ánimo y las ganas de convertir este día en una acción heroica y
ofrecer nuestra sencilla y modesta ayuda a quien más lo necesita.
López
Farfán, 28 de febrero, calle Real, Callejón del Aire, Barrio Bajo y “Esquina
Cortés” son algunos de los lugares que vamos dejando atrás hasta llegar a los
pies del Cerro de los Sagrados Corazones y despedirnos de nuestro pueblo
atravesando el Puente de Hierro, dejando a nuestros pies el oscuro y alto
caudal de un Guadalquivir que separa San Juan de Sevilla para luego hacerlo también
en Triana.
Y pisamos
Sevilla por el Charco de la Pava y el Barrio León nos da la bienvenida.
Una señora
asomada a un balcón de la Avenida de Coria pregunta:
-
¿De
qué Hermandad sois, niños?
-
De
la Hermandad de los Ángeles de San Juan, señora.
Algún olé
se escucha en el fondo lleno de orgullo por ver como este grupo de hermanos y
amigos van dejando su sello allí por donde van.
Y del
Barrio León a Triana, y a mi el mundo se me para cuando piso San Jacinto. El
color de Sevilla del que tanto escriben y hablan, reside en la paleta del
pintor que dibujo y trazó las calles y las gentes de este barrio sevillano.
La vida
aparece, el barrio vive y transmite esa sensación de sentimiento, de sevillanía,
que tanto anhelo en la distancia.
Los
vínculos entre San Juan y Triana siempre han sido muy fuertes, sólo nos separa
el río y entre devociones marianas, amigos, familia y otros menesteres, algunos
llegan a decir que San Juan es parte de Triana y Triana es parte de San Juan.
Han sido
muchos años por ese barrio, muchas Semanas Santas, muchas horas de estudio en
mi instituto (futbolines incluidos) y muchas noches llenas de magia al cobijo
de un cante, una guitarra y la luna reflejada por Chapina, en aquellas
madrugadas donde la mirada de un joven adolescente se clavaba en tantos rostros
de guapas trianeras buscando el amor de su vida.
Que lejos
quedaba el amor de mi vida entonces…
Y San
Jacinto muere en el Altozano, a los pies del Puente.
Antes me
paro en la Capilla de la Estrella, no puedo evitar pasar sin ver esa dulce, a
la vez que dolorosa mirada de la Emperatriz de Triana junto a su Hijo, el Cristo
de mi amigo y hermano Cruz.
A ellos le
pido por aquellos que lo que lo hicieron por mi. Por el padre de mis hermanos
Rojas, por dos grandes amigos que no pasan por su mejor momento sentimental
(todo se arreglará hermanos), por los hijos de mis amigos y por supuesto, pido
con todo mi alma. Salud y trabajo para todo el que lo necesite.
Y unos
metros más adelante. Plaza del Altozano, tu que tiendes la mano al Puente y lo
entregas a Sevilla.
Aquí el
aire se corta, aquí apenas puedo respirar.
Dejo que
mis compañeros de peregrinación tomen ventaja hacia Reyes Católicos y busco mi
espacio, busco ese momento íntimo y personal que no comparto con nadie.
Allí, en la
más bella capilla que existe en el mundo, en este lugar donde tantas veces vine
de niño agarrado de tu mano, buscando en la oración el milagro, en el rezo lo
imposible, me paro, me acerco a la puerta y me agarro fuertemente a los
barrotes de forja que dan paso a la imagen de tu Virgen del Carmen.
Y hablo
contigo Abuela, te digo lo feliz que soy, que ahora no vivo en Sevilla, que mal
llevarías eso ¿eh?, no poder verme todas las semanas sería un castigo muy duro
para ti pero entenderías que es por mi bien, aunque rezarías por que volviese
algún día cerca de ti.
Pero ya me
ves, aquí de nuevo, te dije que cada vez que pasara por aquí hablaría contigo
como aquella noche en la que fui testigo de tu último viaje, aquella noche en
que convertido tu cuerpo en tu alma decidimos que bajases con la corriente del
Guadalquivir hasta el mar, depositando lo poco que quedaba de ti y quedándonos
con lo mucho que dejaste, con tu amor para siempre.
Y ahora
Abuela camino hasta el Convento de Sor Ángela, a ver a las hermanitas de los
pobres, como tú decías, con mis amigos y hermanos a ofrecer algo de alimento
para que aquellos que lo necesitan lo aprovechen, para que esos pobres y niños
tengan un plato de comida que llevarse cada día a la boca.
Sólo sigo
tu ejemplo, el ejemplo de tu hija y me siento orgulloso de ello.
No tardaré
mucho en volver por aquí, te lo prometo.
La silueta
de Sevilla, del centro, con la Giralda como faro y dueña de la ciudad se
levanta al otro lado del Puente de Triana. Enfrente la Calle Betis con todo su
color, pone el telón a la Cava de los Gitanos y al viejo arrabal trianero.
Adiós
Triana, adiós Abuela…
Ya en
Sevilla, me uno al grupo y emprendemos el último tramo hasta el Convento de
Madre.
Atravesamos
todo el centro. La Magdalena, Tetuán, La Campana, calle Laraña y Encarnación
hasta llegar al monumento de la Santa en la Plaza de San Pedro justo a la
entrada de la calle que lleva su nombre.
Allí todos
nos unimos y avanzamos calle Sor Ángela adentro hasta llegar a la misma puerta
del Convento.
Un grupo de
niños, posiblemente huérfanos o necesitados en su día, esperan a que dos
hermanas salgan de la Casa y se unan a ellos para dar un paseo por Sevilla como
todos los domingos hacen. Sólo para acciones de este calado salen de la
clausura las Hermanitas de la Cruz.
El trasiego
de gente sale de la capilla anexa al Convento tras la misa y nosotros como
diría el maestro y capataz, Manolo Santiago, allí esperábamos nuestro momento
“en las mismas puertas del cielo” cargados de devoción, respeto, reconocimiento
y por supuesto alimentos, todos los que hemos podido recoger en una acción de
la bolsa de caridad de nuestra hermandad.
Una hermana
sale a recibirnos, abre las puertas del convento, nos hace pasar a una sala con
un frío suelo de terrazo donde nuestra ofrenda se convierte en el regalo que
preside el centro de la habitación, una cruz de madera colgada en la blanca
pared es testigo nuestro, el espacio rodeado por sillas de madera y la
sensación de haber cumplido con el objetivo de ayudar al necesitado me embriaga
y me dice que ha merecido la pena estar aquí y haber acompañado a mi gente.
Todo parece
que ha acabado.
Otra
hermana, vestida con su característico hábito de lana color marrón franciscano,
gafas de vista con lentes oscuras y que ha sustituido las tradicionales
alpargatas de esparto por unas zapatillas “segarra” se dirige al grupo y
pregunta:
-
¿Ustedes
son los que vienen andando desde San Juan?
Un Sí
generalizado responde a la Hermana Luisa.
-
Pues
si nos les importa pasen al patio del convento y ahora mismo estoy con ustedes.
Una puerta
de cristalera se abre y da paso a un blanco, reluciente y sencillo patio lleno
de luz.
3 comentarios:
Como siempre, haces arte nuestras cosas cotidianas
Buah! los vellos como escarpias se me han puesto... me encanta leer las descripciones de cada detalle de esas calles que tanto me gustan, y sobretodo leer lo que uno lleva dentro del alma.
Que bonito camino. Enhorabuena hermano.
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