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17 de julio de 2011

Un día en Oporto


He llegado a Vigo, de nuevo Galicia, para asistir a la boda de unos amigos y de paso tomar unos días de descanso en Zamans.

Pero la cercanía a tierras lusas siempre me tira y provoca que a poco que esté cerca de la tierra del Gallo de Barcelos me acerque a disfrutar de ella.

Si paro en Ayamonte, cruzo el Guadiana. Si estoy en Olivenza, atravieso Puente Ajuda y si caigo por Galicia bajo un escalón y atravieso Valença do Minho para perderme en el perfil facial ibérico.

Como en este caso hasta llegar a Oporto.

No voy a disponer de mucho tiempo, solo una o dos noches me sumergirán en esta característica ciudad. Lo suficiente para exprimir al máximo las horas e intentar aglutinar de la mejor manera la esencia de otro país y otra cultura.

Habitualmente no suelo escribir de los destinos que conozco como si de una guía de viaje se tratase, pero la experiencia vivida en Oporto y la manera en que lo organicé me hace contar la historia de una forma muy próxima a la que cualquier guía o artículo de revista viajera pueda contar sobre una ciudad.

Ahí vamos.

“Un día en Oporto”

Llego temprano, por la zona norte de la ciudad, con un pequeño opel corsa alquilado horas atrás en el Aeropuerto de Santiago.

Aparcar en Oporto sin que sea zona azul es prácticamente imposible pero sigo las instrucciones de un señor que aún sabiendo que donde deje el auto no se podía estacionar me convence de que no lo mueva porque por allí ni la policía se digna a pasar.

Sigo la sugerencia del amable hombre y busco la Rua de Santa Catarina, una larga avenida que baja hasta el centro histórico de la ciudad.

Bajando por Santa Catarina hasta la Iglesia de San Ildefonso ves multitud de comercios y como a mitad de la calle te sorprende un templo, una capilla con sus dos caras vista de fachada alicatadas en azulejos con escenas bellísimas pintadas de azul sobre el fondo blanco de la cerámica. Bonita la Capela das Armas que da un toque singular a una calle que el tiempo la ha globalizado pero que allí permanece casi desapercibida para los que a diario la ven.

Llegando a la Plaza da Batalha me desvío a la altura de la muralla en dirección a la Catedral en una localización que me trae grandes recuerdos de mi visita a Salvador de Bahía (Brasil) ya que sus calles, sus edificaciones y hasta el mismo Pelourinho allí existen de igual manera que lo hacen en la capital baiana.

En todas las ciudades te encuentras personajes singulares, como el tonto del pueblo, que en este caso se presenta a los pies de la columna del Pelourinho tostándose al sol con más tatuajes que David Beckham y con un mini slip como prenda cubre paquete. Este Cristiano Ronaldo de saldo, a parte de centrar la atención de alguna que otra viandante impide que la bonita estampa de la plaza se vea distorsionada por su esbelta, morena y tuneada figura de machito luso de tres al cuarto que la paguita que le dan sus padres o el subsidio del desempleo se lo gasta en gimnasio, gafas carrera, crema solar y mortadela de pavo para no engordar.

Joder como he puesto al muchacho, pero es que no se que pintaba allí jodiéndome aquella preciosa foto. Igual si le hubiese echado un par de euros se hubiese apartadado.

BAIS, BAIS!!!

Las vistas desde la plaza da Sé hacia el Río Duero y el Puente de Luis I son maravillosas y bajar por las Escadas y Rua das Verdades hasta los Pilares da Ponte Pénsil, atravesando el Oporto añejo, el auténtico, por sus estrechas escaleras y angostas calles donde la oscuridad de sus fachadas y el descuido de su mantenimiento le dan una atmosfera especial y distinta compartida con algún gato vigilante, tendederos de ropa, con el sonido del metro cruzando por encima del barrio y barriles de chapa que en las noches de invierno harán de hogueras para los tripeiros portuenses.

Una vez llegado a las puertas del puente de Luis I, lo atravieso por su parte mas cercana al río por vez primera buscando Gaia y sus bodegas, no sin antes hacer un descanso y parar a comer en Restaurante Os Bárbaros, lugar muy recomendado, que ocupa, no primera línea de río, sino segunda, con lo que puedes degustar la misma calidad de sus platos pero a unos precios mucho más asequibles y servidos de una manera más personal y especial.

Gracias Filipe por tu recomendación, maravilloso arroz con bacalao.

Una vez finalizada la comida no hay mejor manera de reposarla que dar un paseo en barco por los Cinco Puentes observando las maravillosas vistas de las dos orillas del Douro, cuyas panorámicas de la ciudad te hacen entender porque algunos lugares del mundo son patrimonio de la humanidad. La magia que desprenden por el colorido o la mezcla de tonalidades que a la vista ofrecen, se transforma en un placer para el sentido de la vista sazonado por jóvenes gaviotas sobrevolando la Ribeira y embarcaciones que en el pasado, Duero arriba y Duero abajo, comerciaban el caldo de vino, adentro península y afuera mar abierto vía Lisboa, Azores, o nuevos mundos.

Mi presencia en Gaia finaliza con una visita a una de las bodegas donde el calor de la calle se transforma en la frescura que la sombría bodega ofrece mezclada con el olor a madera de barrica empapada en vino para después poder degustarlo en forma casi de postre como el Barón Forrester hacía allá por el siglo XIX.

Al pasar bajo el puente de Luis I sentí la curiosidad de volver a la ciudad por la parte más alta del mismo y para ello utilizo el teleférico inaugurado recientemente que conecta en un agradable “vuelo” el paseo fluvial de Gaia con el Jardim do Moro donde hago una parada para tomar algo el sol tumbado en la hierba y disfrutar de las geniales vistas de Oporto.

La parte más elevada del puente vuelve a unir Gaia con Oporto hasta llegar de nuevo al barrio de Pelourinho donde me adentro en lugar muy auténtico y singular. No atravesar este barrio y vivir durante los minutos que unen la Fuente de Escura con la Plaza do Infante Henrique es un pecado imperdonable para todo el que visite esta ciudad portuguesa. En este barrio se respira aquello que a todos los viajeros nos gusta saborear y vivir.

Bajando por Rua Escura veo a chavales dando balonazos contra las chapas de los locales, con sus camisetas del Oporto F.C. con la ilusión de convertirse en lo que una semana justo después ocurriría, que es proclamarse campeones de UEFA con su equipo. Los balcones mezclan la ropa al seco con banderas de Portugal y el Oporto engalanando calles convertidas en un laberinto adoquinado con fachadas, mitad alicatadas y mitad como que cayéndose a pedazos, que generan un hábitat único e irrepetible que para algunos puede provocar rechazo, pero para otros nos atrapa de manera extraordinaria.

La Rua da Bainharia me despide del barrio desembocando en la avenida Mouzinho da Silveira hasta llegar al desaparecido Mercado Ferreira Borges que hoy está convertido en un local alternativo de ocio y cultura llamado Hardclub donde puedes disfrutar en su planta alta de una maravillosa infusión que responde al nombre de Ginger Limón mientras de fondo, tanto buena música como algún directo puede sonar para amenizar este lugar muy recomendable para hacer una parada.

Sabrosa bebida que te carga las pilas para la noche que se va presentando.

A la salida de Hardclub la tarde va cayendo tras el Palacio de la Bolsa y la Iglesia de San Nicolás, para dar paso a una agradable noche que me transporta hasta la Ribeira para conocer esta encantadora parte de la orilla del Duero con Gaia enfrente iluminada, donde los vinos duermen en sus barricas, los artistas que pintaban recogen sus lienzos y pinceles y las barcas pliegan velas y atracan en los pantalanes habitados aún por alguna gaviota despistada.

El espectáculo visual que muestra la estructura metálica inteligentemente iluminada del Puente de Luis I desde la Ribeira merece la pena contemplarla desde prácticamente sus pies en cualquiera de las decenas de restaurantes y bares que el Muro dos Cobertos tiene.

Tras casi una hora contemplando tan bella estampa mientras espero que preparen la mesa que tengo reservada al final de la Ribeira en “Vinha d’ Alho”, apartado un poco del gentío y el bullicio que ofrece la parte más cercana al puente disfruto de una maravillosa cena y velada donde un par de copas de oporto, la luz tenue de una vela y la marea del río Duero son testigos de la jornada que acaba y que deja el sabor en mi paladar de haber conocido una ciudad maravillosa y única.

La noche me va recogiendo, no quiero despedirme de Oporto sin entrar en su maravillosa Estación de Tren, Sao Bento, cuando ya todos los viajeros han desaparecido y un solo tren espera partir en unas horas para Braga.

Paseo camino de vuelta hasta la Plaza da Libertade y la Avenida dos Aliados, allí en una de las sillas metálica anclada al suelo me siento, descanso un par de minutos y empiezo a soñar con Aveiro, la “Venecia Portuguesa”…


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