Antes de relatar la última etapa de este Camino quiero que recibas este post como regalo en el día de tu cumpleaños por ser la protagonista de muchas de las vivencias que durante diez capítulos he contado.
Sencillamente por ser, sencillamente por aparecer en mi camino...
... FELICIDADES peregrina (30 -1).
Es muy temprano, acaba de sonar el despertador, son las cinco de la mañana.
La etapa de hoy es la última de este camino que hace días empecé en O Cebreiro y que salvo decisión de última hora me llevará a los pies del Apóstol Santiago en la capital compostelana.
He barajado la posibilidad de finalizar la etapa en el Monte do Gozo pero si llegadas las diez de la mañana llego a este punto me plantearé proseguir hasta Santiago.
No hay donde desayunar, aún no han dado las seis de la mañana, y me dispongo a partir en la cerrada noche aún atravesando el tupido bosque de eucaliptos que queda a la salida de Arcas.
Antes José Antonio y yo hemos cambiado a modo de trueque unas barritas energéticas por un kitkat antes de coger ventaja con respecto a Claudia y a él, ya que mi ritmo será algo más intenso en esta ruta.
Durante al menos dos horas, el paisaje que deja a mi paso la oscuridad es una mezcla entre temor y motivación por poder acariciar las puertas de Santiago en un día tan importante como éste, el día en el que alcanzaré la gloria compostelana.
La tranquilidad de la soledad del camino me recuerda a las etapas de los primeros días donde la luz de mi linterna y el roce de las trinchas de mi mochila eran fieles compañeras de viaje.
Oscuridad, tiniebla y el sonido del silencio, son mis acompañantes en esta primera parte de la etapa, al fondo, pasadas un par de horas, la incandescencia de las balizas del aeropuerto de Santiago marcan como si un falso amanecer apareciera tras el cerro de Lavacolla hasta llegar a la valla del perímetro del aeropuerto, decorada de cruces de madera y donde una gigantesca estructura de hormigón y metal iluminada, parece una nave espacial recién aterrizada de cualquiera de esas constelaciones que la noche antes observamos desde Pedrouzo con José Antonio “el astrónomo”.
Poco más adelante dos peregrinos recogen sus enseres después de haber pasado toda la noche al raso y unos quinientos metros después antes de buscar el camino a San Paio un señor aparece de entre la bruma ofreciendo camas para dormir esa noche en Santiago en un gesto de cómo alguien puede buscarse la vida de la manera más inverosímil posible sin tener en cuenta horas y formas más allá de la necesidad que probablemente tenga de que cada noche su casa o pensión tenga la mayor ocupación posible para poder llegar a fin de mes.
Yo tenía alojamiento cerrado en Compostela pero de no haber sido así bien sabe el Apóstol que le hubiese reservado algo a este pobre hombre que allí esperaba a que algún peregrino necesitara de su ofrecimiento y hospitalidad.
Con las claritas del día voy entrando en la localidad de Lavacolla donde un perro es el anfitrión de esta villa y que hace de sereno al paso de los pocos que por allí transitamos antes de pasar junto al cauce del río Sionlla o Arroyo de Lavacolla donde antaño los peregrinos lavaban sus ropajes y se aseaban ante la inminente llegada en apenas diez kilómetros a la ciudad santa.
Paro a desayunar en Casa Amancio un coqueto bar y albergue con la peculiaridad de que sus paredes de piedra guardan cientos de monedas de céntimos apoyadas sobre los salientes de las piedras dando un toque peculiar al establecimiento.
Pido la cuenta del desayuno, tres euros con treinta céntimos, busco la chatarra en el bolsillo de mi pantalón y solo tengo tres euros con veinte, el resto un billete de cincuenta.
No me apetece cambiar y echo mano a dos monedas de cinco céntimos para cuadrar mi cuenta y dejar la roncha pagada.
No se si aquellas monedas estaban allí para eso, no pregunte el significado, pero me sirvieron de mucha ayuda para evitar cambiar el último billete de cincuenta que me quedaba.
A partir de aquí, un interminable tramo asfaltado de moderada subida y otro largísimo en línea recta dejando al lado los edificios de las cadenas de televisión hasta llegar al Monte do Gozo.
Y allí, en lo alto de aquella colina coronada por su imponente monumento cobrizo que mira hacia la ciudad que a poco más de cinco kilómetros alberga el momento de la gloria es donde muchos consideran que verdaderamente acaba el camino para el peregrino.
Ahora entiendo lo del Gozo, eso era lo que se respiraba en aquel lugar, el gozo y disfrute de aquellos que tras duras etapas y jornadas de andar, pedalear o cabalgar saben que a poco más de una hora llegaran a la Plaza del Obradoiro. Es allí desde donde se divisan las torres de la catedral de Santiago, altivas, señoriales y esbeltas como brazos alzados esperando a recibir a sus hijos caminantes, es allí donde se respira que todo termina, o que todo empieza según se mire. Allí en el Monte del Gozo se mezclan las caras sonrientes con las de sufrimientos, allí ya no queda dolor, solo queda gloria. Gloria eterna para aquellos que emprenderán la bajada hacia la Ciudad Sacra, gloria para aquellos que partieron desde Roncesvalles, Oviedo, Sevilla, Lisboa, Braga, Tui, Sarria, Astorga y un largo etcétera. Gloria eterna para aquellos que vinieron de otros países, de otras culturas atraídos por la indescriptible fuerza que tiene esta ruta que tanto marca en la vida de un ser humano.
Y con el alma llena de satisfacción inicio el camino de bajada hacia Santiago atravesando el extrarradio de la ciudad por la Rúa de San Lázaro, mezclándome con los ciudadanos que acostumbrados al trasiego de peregrinos apenas te tienen en cuenta pero yo ando, camino, alargo el paso para intentar llegar a tiempo a la misa del peregrino algo que por cierto intuyo que será prácticamente imposible pero no importa tengo una vida para ello.
Cuando llego a la Rúa de San Pedro la sensación de que todo está a punto de finalizar es inevitable, al final de San Pedro, la Porta do Camiño, antigua entrada a la ciudad vieja por donde los peregrinos se adentraban en Compostela. Subo hasta la Plaza de Cervantes y tras el repecho de la adoquinada Acibechería aparezco en la multitudinaria Plaza de la Inmaculada donde unas interminables colas de visitantes aguardan a que empiece la misa.
En ese lugar ya la emoción me embriaga, es insoportable, estoy tocando con mis manos las mismas puertas del cielo peregrino. El ruido del bullicio de la gente se mezcla con el sonido que algún gaitero emana de su preciado instrumento escondido por los rincones de esos edificios oscuros característicos de Santiago que en un esplendoroso día soleado parecen secar sus paredes de una humedad que por mucho sol que ilumine será imposible desaguar el calado de tantos días de lluvia.
Muchas veces estuve en Santiago, vi llover en Santiago y es cierto que hay dos ciudades distintas en función de si el hermano de Tiago, Pedro, llora o no pero para el día que culminara mi Camino deseaba que el sol estuviese fuera, que sirviera de luz que ilumine mi gloria y que pusiera tregua a esas jornadas de lluvia vividas con antelación.
Y al fondo el Arco del Palacio, la arcada que da paso a Obradoiro, ese lugar emblemático donde siempre te recibe un gaitero, un grupo de músicos o un tenor entonando el Ave María de Schubert que como si de aduaneros del camino se trataran ofrecen su música a cambio de nada, ellos pondrán la banda sonora al momento que pisas la Plaza, la más emblemática plaza del mundo, al menos para mi.
Vengo del este, por donde el sol amanece cada mañana, atravieso el arco y giro hacia el sur, hacia mi tierra, desde donde partí jornadas atrás y en ese momento en el que me adentro en el corazón de la villa compostelana, dejando el hospital de peregrinos al norte, al que tanto amo por ver nacer al ser más maravilloso que se cruzó en mi vida doy mi espalda al oeste y cuando el sol brilla en lo más alto del día, me paro, dejo de caminar, tomo aire, contengo la respiración, levanto la mirada y allí me dejó llevar por una emoción contenida frente a la fachada de la Catedral de la Cristiandad.
Me siento el centro del universo, las cuatro puntos cardinales convergen en mi ser, norte, sur, este y oeste son testigos de mi humilde hazaña.
Allí, entre un mar de personas, frente a las escalinatas que conducen a la antesala del Pórtico de la Gloria me derrumbo literalmente, me dejo caer sobre mi pesada mochila y observo detenidamente la portentosa fachada de la Catedral de Santiago tirado en el suelo mientras por mi cabeza pasan de una manera vertiginosa recuerdos de lo vivido, de lo experimentado y de la maravillosa historia que uno siente haciendo el Camino.
Doy gracias por haber llegado hasta allí, en compañía de quien lo hice y de la manera que lo hice, sabiendo que en ese momento realmente no termina mi camino, sino que realmente empieza.
Empieza un nuevo camino en mi vida en el que la espiritualidad y el alma, los valores de lealtad, amistad, humanidad, compañerismo, amor y respeto adquirirán un protagonismo en mi persona que aún poseyéndolos con antelación a esta vivencia, de esta experiencia salen mucho más fortalecidos y con el verdadero significado que tienen y deben de tener para un ser humano.
A partir de aquí lo que muchos ya conocemos, el abrazo al Apóstol, atravesar la Puerta Santa por ser año xabobeo, el último sello para obtener la Compostela, la misa con el botafumeiro y otros momentos que por estar algunos envueltos en una vorágine comercial y anti-peregrina prefiero obviar aunque reconozco que forman parte del Camino y de los que yo también fui partícipe.
Aquél sábado de septiembre de dos mil diez finalicé mi Camino de Santiago y utilizando el tópico reconozco que desde ese momento mi vida cambió.
Aquel sábado de septiembre de dos mil diez finalicé mi Camino de Santiago pero también empecé otro, el mejor y más apasionado e ilusionante de mi vida…
Nuestro camino.