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9 de noviembre de 2010

Una tarde en Frigiliana

Aquí, de lunes, después de tomar un café con una amiga en un día de esos que esperas que sea especial, y no por recibir una desagradable noticia tiene que dejar de serlo, y a la espera de ver a mi socio “brasileño” Rubén, al que hace más de un año que no tengo el placer de abrazar hago tiempo visualizando ofertas y ofertas de trabajo en internet para recuperar unas fotos y escribir algo de mi corta pero interesante visita de hace unos días a Frigiliana.

A veces crees que un día no te aportará nada interesante y que todo parece que no será muy diferente a lo que esperas pero en cualquier momento tu compañero o compañera de viaje se le ocurre porque no visitar algún lugar cercano a donde te encuentras del que recuerda que le han hablado bien y una tarde que no pasaría más allá de tomar un simple café en la terraza de cualquier bar puede convertirse en una agradable experiencia.

Esa es la verdadera experiencia de viajar, buscar salir de la rutina habitual que lo único que podría hacer es restar y dejar paso a la rutina agradable y satisfactoria que lo que hace es sumar.

Construir.

Eso me ocurrió hace poco más de una semana con la visita a Frigiliana, pueblo de la Axarquía malagueña que te cautiva en su casco antiguo con sus estrechas calles y su maravillosa arquitectura típica de pueblo andaluz, sus cuidados jardines y su limpieza exquisita.

Allí tuve uno de esos momentos místicos de los que tanto me gusta disfrutar en mis viajes sentado en uno de los últimos escalones de la calle de la Amargura viendo a un par de niños vender calabazas, chuches y tebeos para sacar unos centimillos y poder comprar alguna máscara para la inminente noche de haloween que llegaba.

Sentado como veinte minutos con la mejor compañía posible, recordando, sintiendo, disfrutando del lugar y el momento o imaginando entre otras cosas como será la leyenda esa de la que me hablaron entre un sacerdote y una viuda en el vecino pueblo de Maro que se conocieron una mágica noche en la Fiesta de la Castaña y quedaron tan cautivados e impresionados el uno del otro que el hábito y el luto quedaron aparcados para dar paso a una bellísima historia de amor.

Y es que ni el hábito hace al monje ni el luto a la viuda.







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